27.5.09

Interpretaciones y querellas (Por Ricardo Forster)

Con un panorama electoral que se caracteriza por la ausencia del discurso y del debate político, los argentinos releen el gobierno de Alfonsín a la luz de las carencias del presente.


Cada época interpreta el pasado de acuerdo con sus propias necesidades y, claro, con sus propios prejuicios y conflictos. Si algo no permanece estanco y cristalizado es ese tiempo del ayer que siempre va sufriendo con cada nuevo giro que suele dar la historia. Algo semejante ocurre con aquellos individuos que ocuparon un lugar relevante en los acontecimientos y que al atravesar el umbral de la muerte sufren una profunda transfiguración. A los ojos de sus contemporáneos el largo recorrido de una vida va modificándose de acuerdo con las nuevas perspectivas y las nuevas configuraciones que desde la experiencia de la actualidad van quebrando las herencias supuestamente transparentes hasta generar, se quiera o no, una pátina opaca que exige, una y otra vez, que se agudice el sentido de la interpretación. Una suerte de vértigo invade toda visión que busque recuperar las diversas travesías y estaciones de una vida pública, de una vida atravesada por la política y por los dramas de su tiempo.

Muchas veces la muerte despliega esa enigmática capacidad de alisar lo arrugado de la tela de la vida; ese acaecer que cierra con su aura de misterio toda experiencia tiene la facultad de habilitar un doble mecanismo: la exacerbación del recuerdo y, con una misma intensidad, la lógica del olvido. Jorge Luis Borges decía que recordamos para olvidar y olvidamos para recordar, que ambos modos de la compleja trama de nuestra psiquis se complementan. Y con las sociedades sucede algo semejante, viven recordando y olvidando; atraviesan su memoria reescribiéndola permanente e insistentemente, como si no pudieran aceptar que el pasado quede clausurado de una vez y para siempre.

Pero la muerte arroja sobre el muerto una cierta conmiseración con la que los vivos suelen recordarlo; las discrepancias, los conflictos, las injurias, las destemplanzas, los errores quedan reducidos en su intensidad para dejar paso a un reconocimiento póstumo. Ser póstumo es una ventaja: pocos se ceban con el legado de quien ya no camina los senderos de la vida, de quien ya no asume su condición de adversario o de desafiante de aquello que los otros defienden. El muerto queda fuera de la discusión; sus recursos quedan en manos de otros, se convierten, más allá de sus deseos, en signos a ser descifrados por quienes intentan explicar e interpretar el legado que deja el hombre público. La mayoría, de un modo o de otro, quiere hacerse amigo del muerto.

HOMBRE DE HUELLAS DEJAR

La muerte de Raúl Alfonsín cierra una etapa de la historia argentina, una etapa de luces y sombras dominada primero por el fantasma de la dictadura y de los desaparecidos, luego por la expectativa ilusionada que inauguraba ese 10 de diciembre de 1983 y, finalmente, por ese desasosiego enorme que fue invadiendo a gran parte de la sociedad desde Semana Santa de 1987 hasta el agujero negro de la hiperinflación que, entre otras cosas, significó el fin apresurado del gobierno de Alfonsín, fin buscado por la acción desestabilizadora y neogolpista de las corporaciones económicas en complicidad con otros actores políticos, eclesiásticos, sindicales y militares, pero que también fue la consecuencia de las resignaciones históricas del propio Alfonsín cuando lanzó a la más profunda desilusión a una generación de jóvenes que escucharon incrédulos su inolvidable, no por acertada, frase “la casa está en orden”, que abrió el camino para las leyes de la impunidad y, junto con ellas, el de una década de los 90 dominada por la brutalidad menemista y la corrosión escéptica que dejaría huellas durísimas.

Alfonsín fue tanto el presidente de la paz con Chile como el del Plan Austral que comenzó a diseñar la entrada de la Argentina al modelo proyectado por la economía de mercado; fue el de la decisión histórica del juicio a las juntas militares y también fue el que nombró como “héroes de Malvinas” a los carapintadas; fue el que diseñó junto con José Sarney el Mercosur y el que llamó, en una Plaza de Mayo desbordada de gente, a prepararse para una “economía de guerra” que no sería otra cosa que el comienzo de los interminables planes de ajuste; pero fue también el que sería insultado y chiflado por la concurrencia paqueta y oligárquica de esa misma Sociedad Rural de la que hoy son fieles aliados los radicales y el que tomó el micrófono para retrucarle al obispo de turno una alusión antidemocrática que este último había hecho. Después vendrá el Alfonsín de la derrota, el del pacto de Olivos que le abrió las puertas de la reelección a Carlos Menem, el de los acuerdos con Eduardo Duhalde para intentar garantizar la gobernabilidad en un momento de crisis terminal del sistema de partidos y del modelo de la convertibilidad. Su nombre va unido a estos 25 años de democracia condicionada, desigual, enclenque en muchos aspectos pero infinitamente superior al horror de la noche dictatorial. Su nombre, por eso, queda sellado junto con el recuerdo de esos días luminosos de octubre cuando recorría el país un sentimiento de entrada a la vida de la mano de la recuperación del Estado de derecho. Después llegaría el tiempo para descubrir las propias carencias de una democracia atrapada entre la hegemonía mundial del neoliberalismo y el chantaje continuo de los poderes económicos; de una democracia que vio de qué manera se profundizaba la brecha entre ricos y pobres y cómo se acabaría por desguazar al Estado en nombre de los nuevos paradigmas asociados a las fanfarrias del libre mercado.

Alfonsín también entró en su laberinto, se perdió en sus contradicciones y, de vez en cuando, tuvo paradas valiosas que, todavía, le permiten entrar a la historia con un saldo favorable. Es probable que, como decía al inicio, el presente interprete a su gusto y según los intereses de cada quien el legado de Alfonsín. Escucharemos recordarlo como el “padre de la democracia” y como heraldo de la República tratando de oponerlo a lo que sería una actualidad desprolija y carente de calidad institucional. Se buscará adaptar la herencia y el recuerdo de Alfonsín a un consensualismo engañoso y vacío que oculte las diferencias que hoy se expresan en el país, respecto de qué modelo de sociedad queremos, de qué hacer con la renta agropecuaria y, fundamentalmente, respecto de cómo desplegar un genuino proceso de redistribución de la riqueza que sigue siendo una deuda pendiente desde lo inaugurado aquel diciembre de 1983. Poco queda del mejor Alfonsín en boca de quienes hoy, lejos de asumirse como herederos de la mejor tradición popular yrigoyenista, han acabado por confluir con los mismos que abuchearon, insultaron y silbaron a Alfonsín en sus días de gobierno, para quienes este representaba el peligro de un nuevo Kerenski en la Argentina responsable de abrirles la puerta a los comunistas (hoy dirían, sin sonrojarse, a los populistas). Como siempre el pasado se vuelve litigio y la memoria se convierte en un campo de discrepancias y de múltiples interpretaciones. Alfonsín es ya parte de esa historia y de esas querellas.

Ricardo Forster

Filósofo


FUENTE: Caras y Caretas



"Una pulga no puede picar a una locomotora, pero puede llenar de ronchas al maquinista" (Libertad, amiga de Mafalda)